lunes, 27 de junio de 2016

Sinceridad



Claudia ha pasado mucho tiempo buscando a la sinceridad pero cada noche, reflexionando en su cama, siente que en su búsqueda algo se ha perdido porque no la encuentra, la busca y no la encuentra y siente sus manos y su corazón vacíos. A claudia le dijeron que encontraría la sinceridad, primero en ella misma y después en los demás. Quien sea que se lo haya dicho, estuvo equivocado. Claudia encontró su propia sinceridad y la abrazó con fuerza, la sintió tan suya y tan verdadera que pensó entonces que sería sencillo encontrarla en alguien más. Ahí empezó su búsqueda y su decepción. Ojalá y le hubiesen dicho la verdad, ojalá le hubiesen dicho que el tesoro que buscaba no lo encontraría necesariamente en los demás y ojalá le hubiesen dicho que sin buscarla, la encontraría en las pequeñas y simples cosas, así no se habría ido a la cama esta noche otra vez con las manos vacías. Mañana cuando amanezca, le diré a Claudia los simples y pequeños lugares en los que yo he encontrado la sinceridad sin siquiera haber tenido que buscarla: Le hablaré del canto de los pájaros, de la nobleza del pan, de la profundidad en los ojos de los perros, de la gota de agua que ha refrescado mi lengua, del aroma de las flores que lo entregan sin reserva, del viento que agita nuestros cabellos, de los seres marinos que regalan su belleza a quien los quiera observar, de la blanca espuma del mar y el canto de las olas, y de todas esas cosas y seres que se entregan por que si, porque está en ellos ser tal y como son, con toda la sinceridad de la que son capaces.
© Nora Girón-Dolce

La Invitada





Cuando Gaby abrió la puerta se quedó muy sorprendida:
Rogelio y Ana habían traído una invitada sin avisar y sabían bien que eso a Gaby no le gustaba.
“Perdón mami, dijo Rogelio, pero es que estaba ahí solita en la calle, parecía perdida y la quisimos ayudar.”
“Sí mami, dijo Ana, déjala que se quede un rato con nosotros, nadie le hacía caso.”
Mirando los ojitos de sus hijos y la mirada chispeante de la invitada, Gaby tampoco se pudo resistir. Le dio permiso a los niños de que se quedara y los mandó a los tres a lavarse las manos porque ya era la hora de la comida.
Durante la comida, Gaby observaba a la invitada que comía muy calladita, muy correctamente usando cuchillo y tenedor. Cada vez que la miraba, Gaby sentía en su panza un no sé qué, qué se yo, que hacía que su corazón latiera más fuerte, como si se estuviese haciendo grande. Ana y Rogelio, estuvieron muy parlanchines durante la comida. Contaron chistes, le compartieron a su mamá cosas que les habían pasado en la escuela y hasta le dijeron que la comida le había quedado súper deliciosa y se comieron todo sin quejarse ni hacer caras. Otra vez Gaby al ver la actitud de sus hijos, sintió ése no sé qué, qué sé yo en su corazón. Miró a la invitada y ella coqueta, le guiñó un ojo.
Al terminar la comida, los niños y la invitada salieron a jugar a la pelota y Gaby los observó por la ventana. Rogelio y Ana reían y jugaban y platicaban y Gaby sentía su corazón crecer más y más con ése no sé qué, qué se yo…
La invitada se separó de los niños y vino a la cocina a hablar con Gaby. Se sentó en un banco junto a la mesa y le dijo: Hoy dejé que los niños me vieran y me trajeran de vuelta a casa sólo para que ni tú ni ellos, se olviden nunca que habito aquí. Esta es también mi casa ¿sabes? Llegué a vivir aquí cuando Rogelio y Ana nacieron. La alegría habita siempre en los hogares de las pequeñas familias que se aman.
Rogelio y Ana vinieron a la cocina a abrazar a su mamá y cuando se dieron vuelta, la invitada ya no se dejó ver más.
© Nora Girón-Dolce

Curioso Caracol


Sandra y Andrea jugaban en la Fuente de un viejo parque cuando Andrea vio una pequeña piedra que se movía. Sandra se acercó a ver y le dijo a Andrea que eso no era una piedra sino que era un caracol. Andrea preguntó que por qué el caracol llevaba una piedra tan pesada en la espalda y Sandra le dijo que aquello no era una piedra, sino que era una concha y que esa concha era su casa. Andrea preguntó por qué el caracol llevaba cargando su casa. Pensó que acaso sería más fácil que la dejara en algún lugar y anduviera por la vida más ligero, pero Sandra le dijo que era mucho mejor así porque entonces el caracol podría vivir en cualquier lugar que él quisiera. Hablando, hablando, Sandra y Andrea fueron siguiendo al caracol que ya había bajado de la orilla de la fuente y ahora se arrastraba despacito sobre la hierba. El caracol se acercó a una hermosa flor y arrastrándose despacito, trepó por el tallo y llegó hasta los pétalos. Estando en la cima de la flor, se encontró con otro caracol. Sandra y Andrea, observaron fascinadas cómo los caracoles se acercaban lentamente uno al otro, sacaban sus antenitas para observarse y luego se tocaban. Todo ocurría muy despacio, como en cámara lenta y ahí estaban Sandra y Andrea observándolo todo. Cuando llegó la tarde, Sandra y Andrea se despidieron de los caracoles y se fueron a su casa, pero Andrea había quedado tan impresionada con la historia del caracol que esa noche soñó que ella misma podía llevar su casita sobre la espalda y que viajaba por hermosos lugares en los que sin ningún problema podía quedarse por mucho tiempo porque siempre tenía donde vivir. Hizo muchos amigos nuevos, viajó por bosques y montañas y en la mañana, como siempre, se despertó. Después de desayunar le pidió a Sandra que la llevara al parque a ver a los caracoles pero cuando llegaron al parque a buscarlos dentro de la flor, se dieron cuenta que ellos ya habían viajado de nuevo buscando otro lugar en el cual vivir porque la flor estaba vacía.
Sandra y Andrea se pusieron tristes y decidieron regresar a casa. Cuando caminaban por la calle del parque, cuatro ojitos curiosos las observaban desde el tronco de un árbol. ¿Ves? Le dijo el caracol a su nueva amiga. -Te dije que regresarían.
© Nora Girón-Dolce

lunes, 6 de junio de 2016

El Avión


Mientras jugaban en el patio de la escuela, Claudia tomó la teja para aventarla hacia el número diez y dijo en voz bajita: “Por favor, que no caiga en la raya, que no caiga en la raya”.
La teja salió volando y Gesar se rió mucho porque fue a parar precisamente a la mera raya entre el número nueve y el número diez. Mientras él hacía lo suyo y saltaba sobre un pie hacia el siguiente número, le dijo a Claudia: “Ya ves mamá que te he dicho que nunca le atinas”.
Claudia bajó el pie. Se plantó firme en el número siete y muy resuelta le dijo a Gesar: “Este es mi sueño y en mis sueños, yo siempre le atino”. Giró para ver el final del avión y entonces, la teja cobró vida y dando saltitos, se movió de la raya y se fue a acostar hecha un ovillo, en el centro del cero del número diez.
Claudia y Gesar decidieron entonces, jugar a otra cosa porque aún quedaban muchas horas para soñar.